Para cualquier observador cultural, un autor como Juan Goytisolo resulta atractivo porque es alguien que a lo largo de su vida ha atravesado las principales corrientes estéticas del siglo. Tras estrenarse en el neorrealismo de la posguerra (que retrospectivamente tiene cierto aire primitivista), con Señas de identidad en los sesenta, pasó por el modernismo reivindicativo de Don Julián y remató su carrera con los experimentos cien por cien posmodernos de sus ulteriores propuestas.
—No busco lectores, busco relectores —ha afirmado en alguna ocasión.
La Reivindicación del conde don Julián (Seix Barral, 1970) marca un punto de inflexión importante en su obra, al ser el primero de sus textos sometido a los postulados estéticos de un modernismo beligerante y sin concesiones. Desde las primeras palabras («tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti con los ojos todavía cerrados en la ubicuidad neblinosa del sueño») aparecen hilvanados los tres protagonistas de la obra: España, la conciencia del narrador y el lenguaje.
El texto es de un barroquismo formal extremo. En él se aúnan diferentes idiolectos, jergas, argots, idiomas (francés, inglés, alemán, italiano, latín), cientifismos, elementos metaliterarios, metatextuales… La sintaxis es netamente moderna. No hay puntos ni párrafos. Tampoco los diálogos están introducidos por guiones.
Igualmente modernas son la seriedad del propósito (demoler la identidad nacional española), la voluntad de hacer una novela totalizante, y la tensión sicoanalítica y sexual que se palpa en esta prosa hosca, virulenta.
Pese al cosmopolitismo y la poliglosia y las referencias poperas a los Rolling y a James Bond, el tono y la atmósfera, vagamente existencialista, no podrían aún ser posmodernos. Le falta la ironía. Se nota que estamos aún en los años setenta.
A través del magma voluntariamente confuso que es la conciencia del narrador, se recrean la vida y el pensamiento de un expatriado durante una jornada inacabable en Tánger.
La ciudad se nos aparece como una especie de basurero de Occidente («… aunque despojada de su brillante estatuto internacional, la ciudad es crisol de todos los exilios y sus habitantes parecen acampar en un presente incierto, risueño y manirroto para algunos, austero y peliagudo para los más: (…) los ingredientes se yuxtaponen sin mezclarse jamás, como estratos geológicos superpuestos por el poso de los siglos o líquidos de densidad diferente que sobrenadan en la vasija experimental del científico o el estudioso») y el clima mental del desarraigo está perfectamente captado. A ratos recuerda a las novelas de Bowles. También resulta claramente genetiana la manera de abordar los asuntos carnales.
Pero lo más característico del texto es el odio feroz por su país natal, por la inmunda Madrastra («Adiós, Madrastra inmunda, país de siervos y señores: adiós tricornios de charol, y a ti, pueblo que los soportas»). Eso es lo más novedoso de una antinovela que, de no ser por ello, podríamos considerar como uno de tantos experimentos verbales joycianos y setenteros.
Se trata de un odio visceral y absoluto, con pocos parangones en la literatura española.
Yo solo encuentro algo parecido en La Celestina, con el que guarda semejanzas de sensibilidad. No en balde es de los pocos textos de los que Goytisolo habla bien: «Celestina, madre y maestra mía», «oh, insólita maravilla del Verbo!».
El narrador despedaza, página a página, los mitos nacionales y desmantela (deconstruye sería el verbo preciso) esta artificiosa y perversa construcción. Ataca sus principales componentes —el senequismo, el castellanocentrismo, la mística del paisaje, el hidalguismo, el calderonismo, el etnocentrismo, el cristianocentrismo— y se ensaña con los rasgos más ridículos de un Homo hispanicus que nos presenta como chabacano, taurino, amiguista, compadrero y casticista.
El odio lo lleva a identificarse y a reivindicar a don Julián, el misterioso conde que vendió la Península a unos invasores árabes que son presentados como «lo otro» de lo español y a quienes se exhorta repetidamente a asaltar, de manera más o menos simbólica, la identidad vecina.
¡A mí, guerreros del Islam, beduinos del desierto, árabes instintivos y bruscos!: os ofrezco mi país, entrad en él a saco: (…) la faunesca agresión colectiva se impone.
El conjunto configura un retrato a vitriolo de una nación de la que solo se salva el idioma, que el autor reivindica como única patria posible, el único legado aceptable, pero cuyos mitos ataca: se mofa de todos los clásicos.
El autor nos insta a apropiarnos del castellano pero desacralizándolo, vaciándolo de sentir nacionalista.
Hay que rescatar vuestro léxico: desguarnecer el viejo alcázar lingüístico: adueñarse de aquello que en puridad os pertenece: paralizar la circulación del lenguaje: chupar su savia: retirar las palabras una a una hasta que el exangüe y crepuscular edificio se derrumbe como un castillo de naipes.
En definitiva, la Reivindicación es un ataque frontal a todos los mitos establecidos por el 98 y recuperados por el franquismo. Un intento de despatriotizar el idioma, la literatura, la propia identidad. Y su efecto, para el lector de clásicos, es purgatorio y salutífero.