«Azcona recuperó la vieja tradición del humor negro que venía de Quevedo, de la literatura picaresca, de Goya y de Valle-Inclán» Román Gubern
De todos los escritores fagocitados por el cine, quien ha quedado entronizado como el guionista por antonomasia, es Rafael Azcona. Su figura, además, ha generado un curioso consenso literario. Umbral hablaba muy bien de él. Y no hace mucho me encontré con dos autores de cierto renombre comentando maravillas a propósito de este escritor logroñés, entonces en vida. Repetían que era un hombre sabio:
—¡Un sabio! —exclamaba el uno.
—¡Un requetesabio! —replicaba el otro.
No se me ocurrió contradecirles. Entre otras cosas porque Azcona era una persona brillante y un conversador demoledor (el adjetivo se lo he robado al guionista David Trueba, que lo frecuentaba); eso está por encima de toda duda. Pero lo de la sabiduría a ciertas edades me hace pensar en aquello que decía Sócrates de que un hombre que no conoce su propio cuerpo después de haber convivido treinta años con él no puede considerarse inteligente.
Yo tengo tendencia a pensar que quien a los ochenta no es un sabio es un gilipollas.
Y Azcona, desde luego, no lo era.
Escritor prolífico, su firma ha estado detrás de muchas de las mejores películas de las últimas seis décadas. Su extensísima filmografía abarca desde los primeros filmes en blanco y negro de Marco Ferreri (El pisito, El cochecito), basados en sus relatos de los cincuenta, por supuesto el celebérrimo Verdugo (1963), pasando por la saga esperpéntica y berlanguiana tardosetentera de la familia Leguineche (La escopeta nacional, Patrimonio nacional, Nacional III), alguna de las mejores películas de Fernando Trueba (la oscarizada Belle Époque, en los noventa), de José Luis Cuerda (El bosque animado) y adaptaciones literarias como La lengua de las mariposas (1999), inspirado en la novela de Manuel Rivas, o Los girasoles ciegos de Alberto Méndez (2008), que fue, si no me falla la memoria, la penúltima película con guion suyo que se estrenó.
Azcona era un trabajador lúcido y humilde. Decía que escribía guiones porque es más fácil que escribir novelas.
Consideraba que el guionista debe desaparecer en cuanto entrega el guion y que en este no debe haber adjetivos: «cuanta menos literatura, mejor».
Pese a su perfil bajo mediático, tenía una fuerte personalidad artística que impregnaba cualquiera de sus películas con una atmósfera propia inconfundible.
Fue el gran guionista nacional entre otras cosas porque le interesaba el problema de España.
Azcona, un escritor muy personal y dotado que ha hecho la crónica del franquismo y el posfranquismo mediante la ironía, el realismo, el surrealismo, el costumbrismo, el disparate y el diálogo, siempre el diálogo, tan preciso y tan literario al mismo tiempo. Azcona no escribe una palabra en vano. No ha renunciado jamás a la literatura, aunque haya renunciado al libro. Es hermoso que Berlanga reconozca lo que le debe a Azcona y es hermoso que a Azcona le dé igual. (Francisco Umbral)
El conjunto de su filmografía es, por obra y gracia de los realizadores para quienes trabajó, un retrato, tierno y ácido, cómico y patético a la vez, de la posguerra. Resulta difícil entender este país de pandereta y charanga sin pasar por sus películas. Lo que hizo Aldecoa en sus cuentos, lo hizo él, a su manera, en la pantalla. Azcona era consciente de que escribía para una colectividad muy concreta, y portó, a su manera, la antorcha del 98 que ya había ido pasando de mano en mano a lo largo del siglo: Ortega, Cela, Aldecoa, él…
Es el escritor que mayor calidad le ha dado a la escritura guionística.