Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura.
Juan de Mairena
Con esta declaración de intenciones, se nos presenta el principal seudónimo de Antonio Machado, Juan de Mairena. Desde la humildad del tan castellano nadie es mejor que nadie y con el sentido común que su autor le presupone a un español, este profesor apócrifo es a Machado lo que Monsieur Teste a Valéry. Su testaferro filosófico. Un yo idealizado, perfectamente inteligente y casi siempre pertinente. Y cuando no, iluminador hasta desde el yerro, como lo son los grandes autores.
Un pequeño Nietzsche provinciano, por lo fragmentario e inquieto de su pensamiento, provocador a su manera, Mairena –que es maestro de profesión– tiene una clara voluntad didáctica que se hace extensible al conjunto de los lectores y que emblematiza lo que Machado, peripatético en el alma, piensa que debiera de ser la educación: un diálogo continuado entre alumnos y profesor a través del cual se van pariendo y aclarando conceptos con respecto al mayor número posible de temas.
Hay mucha nostalgia e idealismo en la exaltación de este método educativo imposible.
A través de Mairena podemos disfrutar de los pensamientos que fue alumbrando año tras año su creador y que, intermediados por este personaje tan curioso (alcohólico, entre otras cosas, porque «es bueno para la leyenda»), van enriqueciéndonos página tras página.
Hay reflexiones sobre temas tan variopintos como la ciencia, el kantianismo, el humor, la necesidad de tomar partido, el Barroco, la métrica, la crítica, el teatro, la novedad, los lugares comunes, don Juan, la mentira, el esnobismo, la lectura, la oratoria, los filósofos griegos, Shakespeare, el argumento ontológico y hasta asuntos como la gimnasia (Mairena es, al igual que Unamuno, absolutamente antideportista), grandes autores internacionales como Proust, autores peninsulares inmortales y, por supuesto, España. Mucha España. Y no siempre la más culta.
Para Mairena, el folclore era cultura viva y creadora de un pueblo de quien había mucho que aprender.
Es muy posible que, entre nosotros, el saber universitario no pueda competir con el folklore, con el saber popular. El pueblo sabe más, y sobre todo, mejor que nosotros. El hombre que sabe hacer algo de un modo perfecto –un zapato, un sombrero, una guitarra, un ladrillo– no es nunca un trabajador inconsciente, que ajusta su labor a viejas fórmulas y recetas, sino un artista que pone toda su alma en cada momento de su trabajo. A este hombre no es fácil engañarle con cosas mal sabidas o hechas a desgana.
Mairena nunca aconseja a sus alumnos que dejen de ser españoles. Nadie más convencido que este andaluz de las virtudes de la «raza». Entre ellas, dice, la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos e indulgentes para juzgar a los vecinos.
Yo no sé mucho de filosofía. Pero por los fragmentos que he leído, no tengo la impresión de que, como bergsoniano y poskantiano, Machado, ya sea por boca de Juan de Mairena o por la de Abel Martín, el también apócrifo maestro de aquel, volara muy alto.
Por el contrario, como francotirador del pensamiento, como librepensador, el conjunto de sus pensamientos resulta lo suficientemente iluminador en un espectro lo suficientemente amplio de materias y además lo suficientemente personal y original (algo a lo que se añade una clara conciencia de la potencia y del valor de la escritura aforística), como para incluirlo en una posible pequeña lista de grandes aforistas.
Mairena es uno de esos librepensadores tan necesarios en la cultura. Sin pedanterías y con un lenguaje llano y accesible, sin perder de vista la inteligencia media del lector, y utilizando las mínimas referencias imprescindibles, resulta un pórtico ideal para quienquiera que esté interesado en la aventura del pensamiento.
Cuando se ponga de moda el hablar claro, ¡veremos!, como dicen en Aragón. Veremos lo que pasa cuando lo distinguido, lo aristocrático y lo verdaderamente hazañoso sea hacerse comprender de todo el mundo, sin decir demasiadas tonterías. Acaso veamos entonces que son muy pocos en el mundo los que pueden hablar, y menos todavía los que logran hacerse oír.