CATARSIS: del griego κάθαρσις, purificación. Purga curativa y preventiva. Conquistar la locura y su remedio de golpe, en un solo trance. Beberse el espanto, el asombro y el vértigo hasta que arda la sangre. Tras el delirio, el enfermo, y el que aún no lo está, habrán sanado, permanecerán protegidos de abismos que se abren en el pensamiento. No es olvido, sino recordar y evidenciar lo insoportable con el fin de mitigarlo.
Leí una vez que Antonin Artaud (1896-1948) y Kazuo Ōno (1906-2010) mantenían correspondencia, o quizás soñé que lo leí, ya que no he encontrado ningún documento que pruebe mi recuerdo. Si esta relación epistolar nunca existió debo decir que mi lectura ficticia fue bastante acertada. Digamos que son la versión francesa y la versión nipona de una misma idea de lo que debería ser la escena, el teatro y la danza. Una propuesta que quiere contagiar al espectador, infectarlo hasta la medula e inmolar todo cuerpo presente.
Lo que ambos querían era afectar la piel y todo lo que ésta cubre, y para lograr tales efectos, el lenguaje más apropiado es el del gesto, donde la palabra no tiene más valor del que tiene en un sueño. El gesto y la palabra onírica, poética, niegan la repetición, rechazan el significado definitivo, la idea clara, acabada y muerta, y exigen ideas oscuras, ambiguas, que cada vez que se expresan se presentan como algo nuevo. Puro experimento que anula cualquier resolución.
En El teatro y su doble (1938), Artaud –alentado por Nietzsche, imagino– criticó el teatro occidental por construirse a partir del habla y la psicología. Nos dice de este teatro positivista que imita la realidad cotidiana y que por ello engendra espectadores – voyeurs que salen ilesos, sin heridas, tan lozanos y tan vulnerables como cuando entraron.
A su crítica le acompaña una sugerencia, Artaud lo llama el teatro de la crueldad, y con cruel se refiere a trágico, lúcido y a que no quiere ser comprendido, sino que desea la hecatombe orgánica; se dirige al cuerpo y no al entendimiento.
El fundamento, nos dice, es la puesta en escena y la obra, una mezcla de disciplinas. La descripción que Artaud hace de este teatro es intercambiable en casi todo con la descripción que haríamos de la danza butō creada por Kazuo Ōno y Tatsumi Hijikata (1928-1986). Un tipo de danza-teatro que aparece en Japón y que en gran parte debe su origen al terror post Hiroshima y Nagasaki.
Diría que el butō evolucionó en varias direcciones. Una de ellas, degradada, pretende transformarlo en terapia (degeneración de lo catártico). Luego hay otra vertiente más seria y fiel a lo que fue en su origen, un ejemplo lo encontramos en Minako Seki. Por último, está la infinidad de bailarines o actores que extraen ideas y técnicas aisladas y las introducen en sus respectivas disciplinas. Conclusión: nadie sabe qué es exactamente el butō.
Dentro de la vertiente degradada encontramos intentos de duplicar el trabajo de Kazuo Ōno y Tatsumi Hijikata, el resultado es postizo, desfasado –y en la mayoría de los casos y desde mi punto de vista– estéticamente monstruoso. Lo que sucede es que ese primer butō, al igual que el teatro de la crueldad que proponía Artaud, exigen, para que funcione, un sometimiento al espacio-tiempo. Se debe estar en ese lugar, en ese momento y en esa obra determinada.
Ser japonés y estar en 1965 en el teatro Kabuki de Tokio viendo una coreografía de Tatsumi Hijikata es insustituible, de la misma manera que fue irremplazable el concierto de ZA! al que fui el verano pasado. Y el paralelismo no es del todo en broma, ambas experiencias requieren la presencia, apuntan directamente al cuerpo y no admiten reproducción de ningún tipo. Y con reproducción me refiero a que tanto una grabación como una imitación arruinaría su sentido.
No creo que las pantallas ni los altavoces se opongan a colocar al cuerpo como diana y tampoco debía pensarlo el señor Tatsumi Hijikata. Una prueba de ello está en que también hizo algunos cortometrajes con su amigo fotógrafo Eikoh Hosoe (Yonezawa, 1933). Aunque puestos a ver cortos surrealistas de aquella década en los que se mezcla la fotografía con la danza, sin duda, me decanto por mi querida y clásica Maya Deren, y por dos muestras suyas: At Lan (1944) y Meshes of afternoon (1943)
Pero no nos desviemos. Tampoco Artaud debió ser un opositor a los medios audiovisuales siendo como era (un gran devoto de los hermanos Marx). Por cierto, no olvidemos el poder brutal de la risa. Sólo hay una cosa que veo imprescindible para que suceda el implacable ataque al núcleo. Y es el experimento, nada concluido, que podrá actuar como arma que atraviesa la piel y reconstituye.
Así es, el brebaje catártico reclama el descubrimiento de un lenguaje que rebase los límites de lo conocido. Como diría Artaud, un lenguaje activo y anárquico que cuestione las relaciones entre objeto y objeto y entre forma y significado, en el que su aparición obedezca a un desorden que nos acerque más al caos.