Nunca se sacia el ojo de ver (Sloper, 2022) es el último libro de cuentos de Daniel Díez Carpintero (Madrid, 1979) que reúne nueve historias de personajes que sufren problemas económicos, que vagan por el mundo, sobreviven en entornos hostiles, donde aparece la complejidad de la relación paterno-filial. Pliego Suelto conversa con Díez Carpintero, quien es coautor –junto a Luis Díez– del ensayo ¡Jugad, jugad, malditos! La epidemia del juego en España: ludópatas y capos del azar (Akal, 2020). También ha escrito El mosquito de Nueva York (Sloper, 2016). Ha trabajado más de una década en el sector editorial y ha publicado artículos periodísticos y relatos en varios medios españoles y mexicanos.
Después de un primer libro de relatos, El mosquito de Nueva York, acabas de publicar el segundo, Nunca se sacia el ojo de ver. ¿Qué te interesa de este formato breve?
Me interesa su eficacia. El cuento requiere de un talento específico. Tras leer novelas de cientos de páginas, siempre me asombro cuando tropiezo con un cuento en el que el autor, en pocas líneas, crea personajes tan ricos y atmósferas tan absorbentes como el novelista.
Es posible escribir buenas novelas sin tener buen estilo. Pero me parece imposible componer así un buen cuento, donde no se permite el más mínimo titubeo.
Me refiero a las obras de los cuentistas de raza. Algunos novelistas dicen que empezaron escribiendo cuentos «como entrenamiento». Pero no son cuentos de verdad (como los de Flannery O´Connor o los de Eudora Welty, cuentistas alucinantes), sino lo que yo llamo «cuentos de novelista», en los que falta todo: no hay personajes con identidad ni un mundo poderoso.
Yo trato de escribir cada cuento con la misma ambición con la que el novelista acomete una novela, y sé que esta forma narrativa permite una intensidad y un placer estético igual o superior al de la novela.
También sé que el novelista necesitará mucho trabajo, y yo necesitaré otras cosas: una intuición, una música. A veces será imposible arreglar con trabajo aquello que no funcione. El cuento es más definitivo, más irreparable. Pero yo voy en bicicleta mientras que el novelista conduce un camión lleno de materiales pesados.
Como en el libro anterior, nos enfrentamos a nueve relatos. ¿Cómo fue la escritura y su posterior recopilación?
En los dos libros ha sido igual: sigo una rutina diaria de escribir, y acabo teniendo un montón de textos. Es raro que termine solamente un cuento. Los guardo como borradores: unos cuantos textos, varios. A veces tienen cinco páginas. Otras veces treinta páginas. Al cabo de unos meses los releo. Y descubro que en ellos se esconden algunos cuentos. Encuentro repentinamente su sentido y los corrijo o termino.
Siempre me ha sucedido con varios textos a la vez. Como si tuviera que llegar ese momento en el que encuentro el sentido de lo que he estado escribiendo durante meses, sentido que hasta entonces únicamente intuía. Y escojo los relatos que formarán parte del libro igual que se hace con las canciones de un disco. Uno de jazz.
Me gustaría ser capaz de trazar una estructura y una trama antes de ponerme a escribir. Pero no puedo. Y creo que lo que confiere vida y tensión a un relato es el descubrimiento que lleva a cabo el autor mientras lo escribe: ir sacando esas cosas que sabías que estaban, pero que no encontrabas, siempre que formen un mundo coherente y rico. Ese hallazgo aporta electricidad al texto.
Para mí esto es importante: que la obra no nazca de una planificación mental, de un impulso de la voluntad, sino de emociones o sensaciones del cuerpo, reacciones a vivencias que necesitas filtrar mediante la escritura.
De alguna manera tu libro se enmarca en la tradición de la literatura realista. ¿La realidad es una fuente de inspiración o directamente materia literaria?
Pienso en el condado Yoknapatawpha de Faulkner. O en Santa María de Onetti. Autores «realistas» que crearon territorios ficticios. Es la paradoja del realismo: que no hay nada menos real. Las buenas obras de literatura transportan al lector a un mundo que no es el suyo, un mundo vivible, respirable, con individuos que poseen identidad y vida. Pero que no existen, que habitan otro universo.
Quizá sea fácil «transportar» al lector hablándole de planetas lejanos o de civilizaciones hipotéticas. No lo sé. Pero estoy seguro de que es bastante difícil «transportarlo» hablándole de su propio tiempo y sus circunstancias. Y sin ese «transporte» no hay literatura. Además creo que toda buena obra, de cualquier género, transmite una fuerte sensación de realidad.
Es fuente de inspiración para mí aquella realidad que puedo convertir en mía, sobre la que puedo aportar una visión, que puedo llevar a mi territorio para pasarla por ciertos filtros y transformarla en un relato de ficción que pertenezca a otro universo.
El título del recopilatorio alude a la mirada, a la contemplación. Como escritor, ¿crees que mirar es parte de tu proceso creativo?
Sí. Tobias Wolff dice en En el ejército del faraón que participar en una guerra no era tan terrible para él como para otros soldados. Porque él quería ser escritor. Todo cuanto viese, por horrible que fuera, le serviría más tarde para escribir. Creo que a todos los escritores nos ocurre igual: tenemos un motorcillo dentro que va capturando fragmentos aquí y allá, y que en ocasiones cumple una función anestésica y nos hace tolerar lo intolerable.
No pienso que sea necesario forzar las cosas. Como Hemingway, que se metía en situaciones extremas para luego escribir. Yo opino que basta con procurar que te resulte interesante aquello que te toque en suerte. Buscar otros ángulos.
Y para tus personajes, ¿es una manera de formar parte de la «vida»?
Mis personajes suelen tener una visión muy obsesiva. De tubo. Únicamente (o casi) se fijan en un aspecto de la realidad: muy amplificado y muy distorsionado. Por eso me dicen a menudo que mis cuentos son terribles, que resultan aterradores. Porque normalmente se trata de un aspecto negativo, de un conflicto agigantado y convertido en algo monstruoso.
Me interesa cómo la visión de un personaje se impregna del conflicto, de la emoción destructiva, y contagia todo lo que ve, y el mundo al completo acaba siendo una suerte de laberinto que lleva una y otra vez al mismo lugar.
En tus textos abundan protagonistas que sufren problemas económicos, que se ven condenados a vagar por el mundo, a sobrevivir en entornos hostiles. ¿Qué te llevó a interesarte por este tipo de personajes?
Los problemas económicos a veces actúan como una enfermedad física. Sus síntomas no te dejan vivir en paz. Como una fiebre intensa, como un dolor paralizante. Ni siquiera te permiten hacer lo que deberías para salir de ellos. Cuando persisten en el tiempo traen deterioro: pequeños problemas vergonzantes, diminutas miserias. Detalles muy dolorosos.
Los problemas económicos, además, se ocultan casi siempre. Son muy mal vistos y originan malos comentarios, y mucha gente con problemas económicos acaba marginándose y quedándose sola. Creo que es uno de los temas más difíciles sobre los que escribir.
Ha llamado mucho la atención que se trate en este libro. Quizá estemos acostumbrados a pensar en el arte como en una forma de evasión. Nos extraña que la literatura se meta a fondo en algo tan cercano (porque casi todos hemos tenido problemas económicos). Pero a mí no me interesa la escritura como manera de escapar. Al revés: me interesa como un modo de acercarme a aquello que más temo.
También hay una amplia gama paterno-filial que parece recrudecer aún más esta desvinculación con el mundo que rodea a los adultos. ¿Cómo nacen estas dualidades y qué peso querías aportar con ellas en tus narraciones?
El conflicto entre padres e hijos es el que más me interesa. Poca gente habla con honestidad de la relación con sus padres. Se tiende a los extremos. «Mi padre fue maravilloso», «mi padre fue terrible».
Algunos opinan que quejarse de los padres, atribuir toda la culpa a los padres, es una moda cruel, tal vez porque ellos mismos desearían atreverse a hacerlo… aunque fuera un poco. Y al revés: gente que considera a sus padres incondicionalmente defectuosos. La relación con los padres a menudo se ve a través de una niebla. Culpa, vergüenza, fingimiento, convenciones sociales…
Conozco a personas de más de cuarenta años a las que les cambia la voz cuando hablan con sus padres: se les vuelve aguda, de niño bueno. Como si hacerse adultos implicase una traición a sus padres y debieran disimular.
Y los hijos… Al tener un hijo te haces consciente de golpe de que te vas a morir. Y los temores se vuelven mucho más intensos y profundos.
En un plano narrativo, se aprecia la presencia de voces que puntualizan constantemente, como se puede apreciar en el uso de los paréntesis. ¿De alguna manera querías aportar una mirada desde dentro y desde fuera de tus personajes?
Para mí es una forma natural de narrar. Los paréntesis son pequeñas variaciones en la voz dentro del mismo tono. Susurros, comentarios en voz baja. Pueden aportar otro plano narrativo. Pueden ofrecer la visión de un personaje, un pensamiento. Y pueden enriquecer rítmicamente el texto.
No me gustan los paréntesis explicativos, ni en general nada que sea explicativo. Pero estos pueden considerarse paréntesis rítmicos y que enriquecen el tono y amplifican la visión que se ofrece en el relato.