Rui Díaz (Badajoz, 1982), escritor, docente y músico, nos presenta su último libro, Los reyes muertos (Aristas Martínez, 2022), una colección de relatos que reflexiona sobre la sociedad actual y sus traumas colectivos, hurgando en la infancia a través de personajes llevados al límite en una atmósfera de violencia, muerte y horror. Rui Díaz es autor de las piezas teatrales El salto (2020) y El jardín botánico (2018); las novelas El cuento del espejo (Ed. Fund. José Manuel Lara, 2019) y Los turistas (Ed. El Verano del Cohete, 2013); y el libro de cuentos Las cunas torcidas (De la luna libros, 2018). Asimismo, es miembro de la formación musical Rui Díaz & La Banda Imposible.
Los reyes muertos es un libro de seis cuentos que comparten como hilo conductor la muerte, en circunstancias fáciles de reconocer en nuestra cotidianidad. ¿Cómo nacen estos relatos?
El primer relato que escribí fue precisamente el que da título a todo el libro. No tenía clara cuál iba a ser su extensión cuando lo empecé, si iba a ser un cuento largo, una novela corta o si incluso podría llegar a ser algo más complejo y extenso. Suelo ser un escritor de brújula, me resulta más divertido, así que muchas veces comienzo un texto simplemente con la guía de un inicio y, normalmente, un final. En ocasiones he partido exclusivamente de un título.
Con el relato de “Los reyes muertos” tenía bastante claro lo que quería contar. Había leído, por casualidad, mientras me documentaba para la escritura de una obra de teatro, acerca de los «niños invisibles» y supe que ahí residía una historia que, de algún modo, necesitaba escribir. La imagen de Amalia, su protagonista, fue fácil de dibujar, incluso su contexto de terror, algo que ya subyacía sobre la misma realidad del tema. Afrontarlo desde ahí, desde el género, fue una decisión consciente.
Siempre he creído que las ficciones pueden arropar de manera más hermosa lo real, que, de hecho, esa debería ser, en parte, su función. Hay una frase de Chesterton que siempre me ha obsesionado: «la literatura es un lujo; la ficción, una necesidad». Nos contamos mentiras constantemente en nuestro día a día, edulcoramos lo terrible y lo cubrimos con algo distinto, lo hacemos, supongo, soportable.
Creo que era Tom Waits el que decía que escribía letras sobre el horror, construidas sobre melodías hermosas. Esa creo que debería ser la funcionalidad de la ficción: hacer de lo horrible algo bello. Es lo que intenté con el cuento homónimo del libro. Una vez lo terminé, descubrí casi de inmediato cuál iba a ser el hilo conductor del resto de relatos: la muerte, la maternidad, la protección, la pérdida de la inocencia y, por encima de todas ellas, el amor, intentando justificarlo todo.
Los cinco cuentos restantes fueron entonces mucho más fáciles de escribir. Si no hubiese existido este vínculo entre los cuentos, no los hubiese recopilado en una colección. Creo que un libro de cuentos tiene que entenderse como un texto completo, no como una mera recopilación.
Estas múltiples muertes conectan con el horror. ¿Lo inenarrable necesita de imágenes para existir?
Pienso en la bonita paradoja de la existencia de una palabra como «inefable»: una palabra para explicar aquello que no puede explicarse con palabras. En el caso de lo inenarrable creo que ocurre algo similar, si bien la sinonimia absoluta probablemente no se dé.
Creo que sí necesita, en cierto modo, de imágenes para existir, pero no necesariamente las que proporcione el escritor. De hecho, cuanto menos se dibuje el horror, más cumplirá su función primera de asustar, pues el miedo es subjetivo: siempre asustará mucho más aquello que imagine cada uno. Es por eso por lo que muchas historias fracasan o pierden el interés una vez presentan a su monstruo.
Si la oscuridad es el escenario ancestral del miedo más primitivo es porque no podemos ver y, solo cuando no vemos nada, podemos llegar a verlo todo. Cualquier cosa es posible. En mitad de la noche, al pie de la cama, un hombre peligroso se levantará sobre nosotros; al encender la luz, ese hombre se habrá transformado en ropa sucia sobre la silla. Es por eso que creo que lo inenarrable debe sugerirse, debe de ser más un murmullo, una posibilidad frente a una certeza. Cuanto menos dibujemos o expliquemos los escritores sobre los monstruos, más universales serán.
Ahora bien, ¿debe tener el horror una justificación? No lo creo necesario, aunque entiendo que se busque. Una desgracia debe tener un culpable, de lo contrario se convierte en algo que no se puede reparar, en algo peor aun que una tragedia, una simple cuestión de azar.
En los relatos subyace una violencia extrema que escandaliza a la vez que se justifica. ¿Crees que la violencia que hay alrededor de los personajes es una forma de supervivencia?
Sin duda. Algunos encuentran la violencia como una respuesta inesperada, casi como un acto reflejo y sorpresivo. Otros, en cambio, caen en ella como algo cíclico y viciado, una cadena inquebrantable en la que aquel que ha sufrido el daño se lo devuelve al siguiente más débil, perpetuando el patrón de víctimas y verdugos, intercambiando a veces los papeles. Cuando lo único conocido es el dolor, es difícil comprender que existe algo más allá. A fin de cuentas, si algo no tiene nombre, no existe, de ahí que estos personajes no puedan escapar de aquello que precisamente les condena.
Cada uno de los títulos de los cuentos parece contar por sí solo una historia…
Siempre he pensado que los títulos tienen que ser el primer incentivo para introducirse en una historia. Tienen que contar el máximo con lo mínimo, ser evocadores y sugerentes, cargados no solo de los significados que les dé su autor, sino también de todos los que les dé el lector. El mismo índice de un libro debería contar una historia y así fue como lo afronté para Los reyes muertos.
Una vez tuve la simbología del «rey» en toda la obra, fue fácil darle un sentido completo y unitario a los distintos cuentos, casi incluso cronológico, generando una historia dentro de la propia historia, que iría desde el reinado hasta la caída del mismo y, por fin, la independencia.
No deja de ser un juego, pero creo que puede ser divertido e incluso enriquecedor para el lector darse cuenta de este tipo de pistas en segundas lecturas de la obra.
Hay tres cuentos, cuyos títulos explicitan el término “rey”, en los que el protagonismo recae sobre niños. ¿Qué te interesaba de este tipo de personajes?
La muerte de la inocencia, en todas sus vertientes. El niño es su símbolo, de ahí que se utilice tanto su figura en obras de terror, pues su imagen conlleva aparejada la semántica de lo puro y, cuando esta se distorsiona, el choque es mucho más disonante, más confuso y, sobre todo, más violento y, por ello, más terrorífico.
También me interesaba, a partir de la figura de los niños, poder trabajar con la de los adultos intentando preservar y proteger la infancia, sabedores de que, una vez se pierde, nunca se recupera. Un amor que llevase a la sobreprotección y una sobreprotección que acabase convirtiéndose a su vez en horror.
Creo que, en definitiva, el niño me daba la excusa para contar las partes oscuras de aquello que tradicionalmente consideramos sagrado.
Escribes en “Los reyes ciegos”: “la infancia es una etapa de la que solo se es consciente una vez que se ha perdido.” ¿Cuándo se pierde esta infancia?
Si tuviera que contestar de un modo categórico diría que la infancia se pierde cuando se crece, si bien es cierto que crecer no implica convertirse en adulto, de ahí que la adolescencia sea un cambio tan salvaje, ya que es el luto por el niño que fuimos, sin habernos convertido aún en el adulto que seremos.
Supongo que, si no hay experiencias más trágicas y terribles de por medio, la infancia se pierde en el momento en el que dejamos de creer en la magia y en lo maravilloso. Creo que eso es algo que siempre entendió muy bien Stephen King, en toda su obra, especialmente en It o en la novela corta El cuerpo.
El cuento que da título al libro se va dividiendo en círculos que se van cerrando sobre sí mismos. ¿Cómo surgió la estructura de este relato?
Sentí la necesidad de armar el relato desde diferentes prismas. Cuando encontré la división por capítulos, enmarcándolo todo en los nueve círculos del infierno de Dante, entendí que sería más rico para la historia, dándole precisamente sentido a esa partición, alternando voces diferentes para cada uno de sus divisiones. Funcionaba mejor la narración de ese modo. Podía ralentizar el ritmo cuando quisiese, jugar con los distintos puntos de vista de un mismo hecho y generar tensión mediante las pausas, los saltos temporales y las elipsis.
También me permitía jugar con algo que me obsesiona y que busco en gran parte de mis historias: las estructuras circulares. Lo importante nunca es el destino final del camino, sino el camino mismo y cómo este, el viaje en sí, modifica al héroe. De ahí la importancia de terminar en el mismo punto de inicio, para ver cómo ha (hemos) cambiado.
Los reyes muertos debía ser una historia claustrofóbica, por eso la imagen de los círculos concéntricos, de un terror dentro de otro terror, de un infierno dentro de otro infierno, buscando desesperadamente una salida inexistente, pues el final del laberinto te devuelve directamente al inicio del mismo.
En el cuento “La república” se puede leer: “El pasado es un país extranjero. Solo el futuro puede darte esperanza.” ¿Qué pasa con el presente?
«El pasado es un país extranjero, allí hacen las cosas de otra forma», escribía en El mensajero Leslie Poles Hartley.
Creo que el presente siempre es difícil de analizar, pues no deja espacio suficiente para ver las cosas en perspectiva. El pasado se ve, en cambio, desde un punto de vista más romántico e idealizado.
Es por eso que encuentro en el futuro la única válvula de escape viable, pues al menos está llena de posibilidades, no de certezas. En un mundo en el que la necesidad de dar respuesta a todo es mayor que la de hacerse preguntas, considero que es más inteligente buscar la duda como la única y mayor certidumbre.
¿Qué futuro espera a mis personajes, por tanto? Puede que todos, puede que ninguno. Me gustaría pensar que el futuro les pertenece a ellos y, también, y de manera muy especial, a los lectores. Yo ahí ya no tengo nada que decir.